Un dia en Escola Liberi

Desde finales de 2013 estamos visitando con regularidad Escola Liberi, una escuela alternativa homologada en Premià de Mar, Barcelona, como parte de un curso de formación que se imparte allí con periodicidad mensual. Las visitas se producen los sábados, pero, en la última ocasión, nos invitaron a llegar un día antes, el viernes, para poder experimentar el ambiente de Escola Liberi en un día cualquiera. Las siguientes líneas relatan lo que tuve ocasión de presenciar aquel día.

El horario de entrada a "la Liberi" es flexible. Las familias van llegando a lo largo de la mañana. Aunque el horario oficial es de 9:00 a 16:00 (en Cataluña no existe la jornada continua en las escuelas), a las once todavía siguen entrando los más rezagados.

La primera sensación al entrar a Escola Liberi es que has llegado a la hora del recreo. ¿Recordáis con qué avidez esperábamos la hora del recreo cuando íbamos al cole, y de qué modo la devorábamos hasta el último segundo? Allí siempre es la hora del recreo, y los chicos y chicas, que tienen entre 6 y 12 años, se organizan en grupos espontáneos y se mueven libremente por los inmensos espacios exteriores llenos de rincones que son una promesa de aventuras.
También hay gente en los espacios interiores, sobre todo en la sala de psicomotricidad (el gimnasio, para la administración). Es el paraiso de las colchonetas, aunque hoy están celebrando varias asambleas.
Por delante de nosotros pasa una chica de unos ocho años vestida de sevillana perseguida por un esquelto que blande una espada de gomaespuma. Enseguida recuerdo que estamos en carnaval, aunque sospecho que cualquier día es bueno para correr en traje de sevillana por Escola Liberi. Alarmado, compruebo que la chica va descalza por el exterior, y estoy tentado de decirle que se ponga los zapatos o se hará daño en los pies. Pero me callo, y pienso que a ella no parece importarle demasiado.
La sala “tranquila” está cerrada hoy porque no ha venido la maestra que suele trabajar en ella. Lástima. Allí tienen el material Montessori y una biblioteca alucinante. Es un espacio donde el sentido común dicta las normas más estrictas: no hacer ruido, no sacar el material, no entrar si no hay un acompañante adulto. Las escuelas libres no son escuelas sin normas, sino escuelas con normas razonables.
Los más mayores, de 10 a 12 años, recogen sus cosas y empiezan a prepararse para salir al exterior. Todos los viernes hacen alguna excursión acompañados de Manel, el fundador y director de la escuela. El castellano y el catalán se mezclan con asombrosa fluidez en las conversaciones del grupo, revelando que el bilingüismo es una realidad tangible en Cataluña. Siento una punzada de envidia.
Al cabo de un rato, salen. No tienen ningún plan preestablecido. La intención es más bien lograr que niños y niñas se integren en un territorio vedado: la ciudad en horario escolar. Excluir a los niños de la ciudad durante varias horas al día es una de las tragedias de nuestro tiempo. Más tarde, Manel nos cuenta que han ido en tren de cercanías hasta Mataró, y que, una vez allí, caminando sin rumbo, una cosa les llevó a la otra y han acabado en el cementerio. Ha sido una visita muy interesante, dice entre risas. Para algunos, era la primera vez que visitaban el territorio de la memoria de los muertos, que también suele estar vedado a los niños.
Una niña nos señala una fila de procesionarias del pino que está cruzando diligentemente un sendero. Las temibles orugas han adelantado este año su aparición. La niña no se asusta. Conoce los riesgos que entrañan esos bichitos de apariencia inofensiva y, por lo tanto, puede actuar en consecuencia. Las esquiva y sigue jugando como si nada. Tiene seis años.
Durante un rato perseguimos lagartijas, que salen a calentarse al sol pero se esconden entre las matas en cuanto nos acercamos. Esperamos muy quietos junto a una grieta en las escaleras por donde ha desaparecido una. Al cabo de un rato, asoma la cabeza y mira alrededor, sopesando la situación. No nos atrevemos ni a respirar para no asustarla. La lagartija parece decidir que no hay peligro a la vista y saca el resto de su cuerpo lentamente. Comienza la persecución. Tras algunos tropezones, conseguimos atraparla. Tomándola suavemente entre las manos, observamos su piel escamosa y sus ojos de serpiente. El pequeño animal nos proporciona una lección en directo de anatomía. No queremos que expulse la cola porque regenerarla le hace consumir una cantidad enorme de energía, y la cola nueva no será tan rápida ni flexible como la original. Concluimos que los reptiles son al mismo tiempo fascinantes y repulsivos. Finalmente, la soltamos en el mismo sitio donde la hemos encontrado, porque las lagartijas son territoriales y desplazarlas del lugar en donde viven es hacerles una faena muy gorda, y dejamos que huya.
Alrededor de la una empiezan a aparecer las primeras fiambreras. Los niños y niñas se reunen en grupos, a veces alrededor de una maestra, a veces no. Hay mesas de picnic repartidas por el recinto, pero muchos prefieren comer sentados en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Nosotros buscamos un lugar soleado: la diferencia de latitud con respecto a Almería se nota en la temperatura. Una niña decide que prefiere comer con esos visitantes que han venido de muy lejos y se sienta a nuestro lado. Nos cuenta que lo que menos le gusta de Escola Liberi es que algunos niños dicen muchas palabrotas.
La comida al aire libre trae aires de otros tiempos, de romería o de fiesta de pueblo de la canción de Serrat, tiempos en los que la palabra comunidad debió tener un sentido diferente, tiempos en los que gentes de todas las edades compartían comida, charla, risas y juegos al aire libre. Hay una sensación gratificante de libertad y camaradería flotando en el ambiente. Caemos entonces en la cuenta de que, a pesar de las carreras y los juegos, en toda la mañana no hemos presenciado ni una sola trifulca de patio de colegio. En Liberi parece que no solo es siempre recreo, sino que también es siempre fiesta.
Después de comer entramos al aula de música, por donde habíamos pasado rápidamente unas horas antes. Nuestra hija de dos años le había echado el ojo a una pequeña guitarra, ideal para su tamaño, y empieza a rasgar las cuerdas con fruición. La mayor, que está a punto de cumplir seis, se queda clavada en el suelo con los ojos iluminados por una visión súbita. Alguien ha quitado una tela que cubría una batería completa. La batería había conocido mejores tiempos, pero aún así impresionaba con sus platos bruñidos y sus múltiples mecanismos de ingenio mecánico. La niña se acerca con temor casi reverencial a aquella extraña estructura y la examina durante un tiempo, sin atreverse a tocarla. La maestra se percata de aquello y le tiende las baquetas, invitándola a tocar. La niña niega con la cabeza. La maestra deja las baquetas sobre el tambor y se aleja unos pasos. Unos segundos después, la niña ya está dando rienda suelta a sus dotes rítmicas, que, la verdad, en aquel momento no nos importa si son pocas, muchas o regulares.
Esta anécdota es una parte de la esencia del funcionamiento de estas escuelas. La búsqueda, el descubrimiento, la observación, la intuición de la maestra, su invitación sin apremio, y luego la satisfacción de la recompensa conseguida por uno mismo, la curiosidad saciada, y, finalmente, esa cosa que a tantos adultos se nos ha perdido en una vida llena de obligaciones impuestas: el brillo en los ojos del que está haciendo exactamente lo que quiere hacer en el momento en el que quiere hacerlo.

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