Diez razones por las que el último Ruiz Zafón es decepcionante




Atención: este artículo contiene algunos spoilers acerca de "El laberinto de los espíritus".

He sido uno de esos millones de lectores que han leído con mayor o menor fruición la tetralogía de Carlos Ruiz Zafón que empezó hace quince años con aquel pelotazo que fue "La sombra del viento" y que se ha cerrado hace poco con un ladrillo de casi mil páginas titulado "El laberinto de los espíritus".

Lo reconozco: lo he devorado en un tiempo que desafía la teoría de la relatividad general. A Ruiz Zafón se le podrá criticar por muchas cosas (aunque, justo es reconocerlo, con los años ha ido refocilándose mucho menos en las metáforas empalagosas y los lugares comunes) pero no porque no conozca los mecanismos del mejor bestselling para enganchar a sus lectores. Fiel a mi costumbre, dejaré para los críticos sesudos y/o los obsesivos patológicos, esos que arremeten sin piedad contra cualquiera capaz de vender más de cien ejemplares de sus libros, el trabajo de demolición y posterior transporte al vertedero. Yo me limitaré a enumerar unas cuantas razones comprensibles por un descerebrado como yo por las que creo que "El laberinto..." resulta decepcionante dentro de un orden. Así que, de descerebrado a descerebrado, ahí van:

  1. Era imposible estar a la altura de las expectativas. Es lo que ocurre cuando empiezas desde la cumbre: a partir de ahí, solo puedes ir cuesta abajo.

  2. Los villanos siempre son mucho más interesantes (con la excepción, tal vez, de ese personaje legendario que es Fermín). Eso lo sabe Ruiz Zafón, y por eso intenta dotar a su héroe Daniel Sempere de un lado oscuro. Pero no funciona. Lo siento. Las vidas de Daniel y Beatriz pasaron a ser oficialmente un peñazo cuando terminó "La sombra del viento", y el intento de darle vidilla a Daniel es tan burdo que no cuela.

  3. Consciente del exceso de azúcar de las primera entregas de la serie, el autor se pone truculento a menudo. La sensación es la misma que la de mezclar ginebra con nocilla.

  4. Daniel Martín estaba loco. Vaya. Andreas Corelli nunca existió más que en su imaginación. Vaya otra vez. No encontraremos aquí ningún vestigio mefistofélico, y todo el embrollo monumental de "El juego del ángel" se resuelve con un "es que Martín estaba, en efecto, como un cencerro". Eso es como terminar la novela diciendo: "se despertó y descubrió que todo había sido un sueño".

  5. Uno va buscando una novela gótica y encuentra una historia policiaca con esteroides. Imagine que viaja hasta la India para visitar los suburbios de Calcuta y se encuentra con un parque temático. Pues eso.

  6. El larguísimo epílogo tal vez tenga interés para los estudiosos del metalingüismo, pero para el lector común constituye un anticlímax insuperable, como esos retortijones que te acompañan durante unos días después de pasar una gastroenteritis.

  7. Alicia Gris es el verdadero hallazgo de la novela: un personaje escapado de una película de Alfred Hitchcock, si Alfred Hitchcock hiciera cine en Hollywood en la actualidad (su jefe, el pérfido Leandro, por cierto, también). Pero es taaaan obviamente trágico, que el lector no puede por menos que esperar de ella que hubiera muerto de la forma más colosal y disparatada.

  8.  Y, hablando de finales felices, parece que el autor haya pensado que ya estaba bien de hacérselas pasar canutas a los protagonistas, y, en lugar de llevarse a medio elenco por delante, como hizo en sus libros anteriores, le ha dado por perpetrar un final feliz cósmico que te deja con cara de tonto y un "¿pero ya? ¿Ya está? ¿Eso es todo?" en la boca. Que después de novecientas páginas, jode.

  9. Hendaya es un remedo demasiado obvio del inmenso e impresentablemente cafre capitán Fumero. Para eso, que no se hubiera cargado a Fumero antes de tiempo. Y es que los mejores personajes se le echan a perder a Ruiz Zafón de un modo muy tonto. Hendaya muere a las primeras de cambio. El duro Vargas la espicha en la primera refriega seria en la que se ve envuelto. El guardaspaldas de Valls, que al principio parece Arnold  Schwarzenegger a la española, resulta ser más tonto que un pasmarote. Y qué decir de Rovira, ese espeluznante pipiolo pavorosamente transfigurado en orco de Mordor, que Alicia se quita de enmedio cuando aún no nos habíamos repuesto de la impresión.

  10. Pero lo que no le perdono a Ruiz Zafón es que se haya cargado a Daniel Martín y haya dejado con vida al pánfilo de Julián Carax. Que muy quemado y muy maldito y todo lo que usted quiera, pero no deja de ser un abuelo cebolleta.

No me entiendan mal. Me ha parecido una novela muy consistente, un folletín de tomo y lomo, truculento y optimista a partes iguales, que sabe mantener la tensión casi siempre y, lo más difícil de todo en una entrega que cierra una tetralogía: que logra conectar y dar coherencia a todas las historias abiertas en los libros anteriores, lo que no es moco de pavo. Hay ahí un trabajo de orfebrería que debió de ser endiabladamente difícil de hacer. Le agradezco a Ruiz Zafón los buenos ratos, de auténtico deleite infantil, que he pasado con sus libros, pero eso no quita para que, al final, un regusto de ligera, ligerísima decepción se quede en la memoria como un chicle pegado en la suela del zapato.

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