La sombra de Muñoz Molina




Sumergirse en un libro de Antonio Muñoz Molina siempre tiene algo de hipnótico. Su prosa mamotrética y sobrecargada de adjetivos, reiterativa hasta la cefalea, consigue estirar un argumento mínimo o a veces inexistente y alcanzar un resultado tamaño ladrillo-estándar-de-veinticuatro-euros-la-pieza con una facilidad pasmosa.

A mi no sé lo que me pasa con los textos de este hombre, que, conociendo lo fácilmente que se me atraviesan muchas vacas sagradas, me deberían producir urticaria. Pero no. Me gusta abandonarme en los recovecos de esas frases interminables. No sé cómo lo consigue. A cualquier otro no le permitiría semejante enladrillamiento de párrafos, pero hay algo sutil escondido en su prosa, un ritmo sincopado, un algo de improvisación irrepetible, que me atrae como la luz a las polillas o como las moscas a ya sabe usted qué.



«Hay algo muy raro en su último libro, Como la sombra que se va, un experimento metaliterario que coge al vuelo un puñado de casualidades y comienza a gravitar en torno a ellas sin acabar de llegar nunca a ningún sitio»



Disfruté mucho con el Muñoz Molina de Sefarad, El viento de la Luna o esa enormidad que es, en muchos sentidos, La noche de los tiempos. También con el ensayista, en Córdoba de los Omeyas o en Todo lo que era sólido. Se me antoja menos singular en Plenilunio, Beatus Ille o Beltenebros. Digamos que me interesa menos Muñoz Molina cuando se pone policíaco y le da por endiñarnos una trama tan plana como la de un episodio de El Equipo A emboscada de trascendencia.

Y en ese sentido, hay algo muy raro en su último libro, Como la sombra que se va, un experimento metaliterario que coge al vuelo un puñado de casualidades y comienza a gravitar en torno a ellas sin acabar de llegar nunca a ningún sitio. A saber: James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, pasó unos días en Lisboa durante su huida de la justicia en los años 60; Antonio Muñoz Molina, literato en ciernes, pasó unos días en la capital portuguesa escribiendo El invierno en Lisboa en los años 80; Antonio Muñoz Molina -otra vez, pero veintitantos años después-, estuvo en Lisboa visitando a su hijo.

Leyendo esta ¿novela?, por primera vez se me ha atragantado esa prosa mamotrética y esa sobrecarga de adjetivos de las que hablaba al principio, y me he preguntado, con creciente alarma, a dónde quería el autor ir a parar, si es que quería ir a algún sitio; si tenía algo que decir, o solo ha cogido un par de casualidades que no son más que eso, casualidades, y ha puesto todo su oficio a trabajar para levantar un edificio a partir de esos cimientos tan nimios, a enlazar una anécdota tras otra, sin cohesión ni relación alguna, adornándolas de modo que el tono grave y poético las haga pasar por lo que no son: reflexiones profundas que solo esconden el vacío del interior de un tupperwere.

A lo mejor soy yo, que he tenido la gripe, pero me parece que el Muñoz Molina de Como la sombra que se va es un hipnotizador de serpientes que utiliza su habilidad indudable con las palabras para revestir la nada de la que hablaba Michael Ende con un traje llamativo lleno de adornos y colorines. Solo así se pueden explicar esos ataques de impudor, esos refocilamientos en el propio ego, que salpican continuamente las reflexiones metaliterarias y que provocan algo que se parece sospechosamente a la vergüencilla ajena.

En cualquier caso, Muñoz Molina, a pesar de todas sus imperfecciones, o quizá por ellas, me resulta un escritor imprescindible. Muchas veces, cuando leo textos de otros autores, me sorprendo a mí mismo pensando: eh, esto podría hacerlo yo. Pero cuando leo a Muñoz Molina y llego sin aliento al final de uno de sus párrafos interminables, siempre me digo: uf, esto no puedo hacerlo, esto no puede hacerlo nadie; nadie puede escribir como lo hace este hombre.

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