Los cuentos de Edgar Allan Poe


Dicen los que saben que Edgar Allan Poe es una lectura obligatoria. Yo me echo a temblar cuando me hablan de lecturas obligatorias, dos conceptos que deberían ser antitéticos en cualquier lugar civilizado. Pero, oiga, esta vez es verdad. Cualquiera al que le guste la ficción, y en particular clualquiera que disfrute con la ciencia ficción, el relato de terror o esa cosa amorfa y amplia llamada género fantástico, encontrará en Poe a un friki del siglo XIX que se regodea en el gusto por el detalle escabroso, la acumulación indecente de tensión hasta el clímax, a veces francamente salvaje, final, las pesadilla recurrentes -el enterramiento en vida-, los personajes planos, a veces risibles, y el resto de detalles que se repiten una y otra vez en el género.

De Poe han escrito todos y de todo, así que me permitiré aquí hablar de los relatos menos conocidos, esos que no salen habitualmente en las antologías ni se citan en los trabajos escolares. Eso no quiere decir que desprecie a los relatos clásicos (ya sabes: "El corazón delator", "La caída de la casa de Usher", y así). Al contrario. Ninguno tiene desperdicio, o casi.

Entre los relatos menos conocidos, que oscilan entre lo espeluznante y lo socarrón, me quedo con la corte de los horrores de "El rey peste", un verdadero descenso al infierno que deja la misma sonrisa helada que un chiste de zombies contado en un cementerio en una noche de tormenta. También con ese alucinógeno viaje en globo a la Luna descrito en "La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall", sorprendente proto-ciencia-ficción a medio camino entre Julio Verne (que fue un declarado admirador de este relato) y un Charles Baudelaire hasta las cejas de absenta contando cómo le han ido sus vacaciones en los fiordos noruegos.

Y, por supuesto, no te pierdas esa inquietante aventura de Arthur Gordon Pym, la única novela que escribió Poe (aunque hoy podría calificarse de novela corta, o relato largo, pero quizá sea más exacto hablar de novela inconclusa), un relato escrito con el acelerador pisado a tope desde el principio (en una época en la que aún no existía en motor de combustión interna), plagado de ideas brillantes, situaciones histriónicas, imágenes genuinamente cinematográficas (en una época en la que aún no existía el cine, y mucho menos el cine en 3D). Aunque los críticos alaban por unanimidad la segunda parte de Pym, yo me quedo con una imagen estremecedora de la primera parte que me dejó helado cuando la leí: ese barco poblado de muertos que aparece en mitad del mar en el momento de mayor desesperación del protagonista; ese barco que no proviene de ninguna parte, que no va a ningún lado, que desaparece sin dejar rastro, sin causa y sin efecto, sin más fundamento que el horror por el horror.

De modo que no te confies: ni Lovecraft, ni Stephen King, ni Dean Koontz, ni, digamos, todos los zombies de George A. Romero lanzados en tromba contra la puerta de su casa te habrán preparado para salir indemne de los relatos de Poe.

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