La ciencia es para los científicos

Hace poco escuché en la radio como un científico trataba de explicar a un conocido locutor el mágico proceso físico que hace que las señales de radio puedan modularse y transmitirse a largas distancias, para así tener en nuestros receptores de televisión o de radio las imágenes y los sonidos producidos a miles de kilómetros de distancia.

Tras la explicación, el locutor se quedó un momento perplejo y, a continuación, propinó el siguiente argumento en las ingles del esforzado científico: “sí, vale, pero para mí esto sigue siendo cosa de brujería”. Y, tras una risa autocomplaciente, añadió que él, como era de letras, en los asuntos científicos andaba justito.

Esta necia actitud (en un individuo por lo demás culto y admirable) está tan extendida que casi la damos por supuesta: es normal que un ciudadano destacado en su profesión (políticos, periodistas, tertulianos, secretarios generales de cosas importantes y otras gentes pelaje semejante) menosprecie el conocimiento científico, pero jamás les oiremos dudar en cualquier asunto relacionado con la política, la historia o el arte. Ya saben, esas son cosas importantes, mientras que la ciencia es esa cosa inútil e incomprensible para la gente normal que perpetran unos tipos con bata blanca y pelo alborotado en los laboratorios subterráneos de alguna universidad.

Resulta curioso, o escalofriante, que en un mundo hipertecnificado y literalmente invadido por una especie con la capacidad tecnológica suficiente para autodestruirse, los personajes públicos hagan gala, y hasta presuman, de una ignorancia supina en asuntos científicos. ¿Cuántas veces han oído esa sandez de que el agua que los rios vierten al mar es agua que se desperdicia, por poner un ejemplo cotidiano? Cualquiera con un mínimo de formación en ciencias ambientales sabe que esa es una barbaridad comparable a decir que al El Quijote le sobran ochocientas páginas porque en un par de cuartillas se puede resumir aceptablemente su trama. Pues oigan, se oyen a diario montones de tonterías como esa dichas por gentes en general cultas otros ámbitos, pero que pasean su ignorancia científica sin sonrojarse.

Según este razonamiento, si yo digo que no tengo ni idea de quién fue Fernando VII, soy un bruto ignorante y no tengo ni idea de en qué mundo vivo, porque no sé de dónde vengo. Pero si digo que no tengo ni idea de cómo se transmite la señal de televisión o por qué el cielo es de color azul, sólo soy un tipo demasiado ocupado como para perder mi tiempo en curiosidades estúpidas.

Creo que sólo con un conocimiento científico y tecnológico razonablemente sólido y extendido podemos aspirar a alcanzar una sociedad más libre e igualitaria. Si no, los que controlen la tecnología (informática, biológica o de cualquier otro tipo) serán los amos del cotarro.

Resulta evidente, además, que los dos tipos de conocimiento son necesarios para formar a individuos de manera integral. Y no se trata de que todos nos convirtamos en expertos en física de partículas, como tampoco tenemos que hacer una tesis doctoral sobre la historia de España en el primer tercio del siglo XIX.

En tiempos de Newton, la física y la filosofía eran hermanas, hasta el punto de que Newton tituló a su obra magna “Philosophiae naturalis”. Mientras sigamos dividiéndonos en gentes “de letras” y “de ciencias”, estaremos menospreciando al menos la mitad del bagaje cultural de la humanidad. Y eso, además de una falta de respeto a las generaciones pasadas, es un desperdicio imperdonable.

Comentarios