Soldados de Salamina, de Javier Cercas




Esperando la inminente publicación de "El impostor", me entraron, vaya usted a saber por qué, unas ganas enormes de releer "Soldados de Salamina". Recordaba vagamente el libro. Recordaba sobre todo que me había gustado. Recordaba algo, muy poco, de la peripecia de Rafael Sánchez Mazas y de los amigos del bosque. Recordaba, porque las imágenes se imprimen con más facilidad en el recuerdo, la excelente adaptación de David Trueba, subrayada con aquella música de Arvo Pärt que ponía los pelos de punta durante el monólogo de Joan Dalmau. Recordaba, claro, la versión de Suspiros de España en la garganta desgarrada de Diego el Cigala.

Al releer un libro uno nunca es el mismo que fue la primera vez, y a veces te sorprendes preguntándote qué demonios habías visto en aquel libro que ahora te parece vacuo o aburrido o pretencioso. Siempre te dices que entonces eras más joven y sin duda más estúpido, pero en el fondo te queda esa sensación de pérdida y te arrepientes de haber intentado esa relectura y de haber sustituido el recuerdo del libro que tanto te gustó por esta otra sensación agridulce y te preguntas si no se deberá a que es ahora cuando te estás volviendo estúpido.

Por suerte, eso no me ha pasado con Soldados de Salamina. Dice Javier Cercas que la Guerra Civil Española es la excusa de los escritores sin imaginación para escribir novelas sin imaginación. Y acto seguido se lanza a escribir esta mezcla emocionante de realidad y ficción en la que no importa dónde acaba una y empieza la otra, porque de algún modo las partes ficticias continene tanta o más realidad que las reales. Poco importa si Antoni Miralles es un personaje real o no. Lo que importa, desde luego, es la reinvindicación sincera de los miles de Miralles que han existido y existirán y que han desaparecido de la historia sin dejar rastro, sin que ninguna miserable calle de ningún miserable pueblo de ninguna mierda de país lleve su nombre, y de quienes este libro pretende ser memoria.

Ambientada en una guerra fraticida, orbitando en torno a la vida de un personaje siniestro como Sánchez Mazas, sembrada de muertes, soledades y olvidos, parece casi un milagro que esta no-novela sea una celebración de la vida. La historia avanza como un torbellino en persecución de esa parte que falta, la parte olvidada en todas las historias, en nuestra historia, la peripecia de ese soldado anónimo que luchó en todas las guerras y sobrevivió y ahora está a punto de morir en una residencia de ancianos olvidada en una ciudad olvidada de un país que ni siquiera es el suyo. El soldado de ese pelotón que, en el último momento, siempre salva la civilización, y que no era Primo de Rivera ni ningún otro falangista, sino el hijo del vecino de al lado, que un día se vio enrolado en una contienda que no acababa de entender quizá porque no es posible entendera del todo, y que luego tal vez luchó con la legión extranjera francesa en la Segunda Guerra Mundial o en cualquier otra guerra, y que supo ser al menos un ser humano decente en tiempos indecentes y por eso se convirtió en un héroe. Porque de eso va, en realidad, la novela: de los héroes cotidianos, de los que no salen en los libros de historia, ni en los telediarios, ni en los periódicos, los que no son presidentes ni diputados ni generales ni directores del FMI. Los que se levantan cada día a las siete de la mañana para ser tan solo seres humanos decentes en un mundo indecente. Los que de verdad escriben la historia, no los que salen en los libros de historia.

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